PRÓLOGO[i]                          

 

En Febrero de 1628, el mismo año que nace Miguel de Molinos, viene al mundo, en Moya, una niña a la que se inscribe en los libros sacramentales de la iglesia de la Trinidad por Teresa, Antonia, Josefa, María, Margarita, Luisa De La Cruz de Cabrera y Bobadilla Pacheco. Primogénita de los VI Marqueses de Moya, Diego III Roque López Pacheco y Luisa Bernarda II de Cabrera y Bobadilla, poco más sabemos de ella, que en breve desaparece de los papeles y se esfuma en la noche de los tiempos, cumplida la misión histórica que le deparará el destino a la tierna heredera de dos de los estados más poderosos y codiciados de la grandeza española. Sólo tenemos constancia de su existencia gracias a dos fuentes de la época. En primer lugar, un manuscrito perteneciente al archivo de la Casa de Alba en el que se hace relación detallada de la fiesta en acción de gracias por su nacimiento. Extracto muy completo de este documento publica el Duque de Alba en 1915 en un interesante libro llamado “Noticias Históricas y Genealógicas de los estados de Montijo y Teba, según los documentos de sus Archivos”.[ii]

Debido a su excepcional importancia y a la oportunidad de las fiestas del pasado LII Septenario de Texeda, hemos querido decir algunas cosas de Teresa, de Moya, del siglo XVII, de la Virgen, de las mujeres, de la religiosidad popular y de las fiestas de La Subida.[iii]

Aunque no les nombremos en adelante, hemos contado también en esta ocasión con la ayuda inestimable de tres queridos amigos del heterodoxo Grupo de Investigación de Moya: Mombiedro, de León y Laina, a los que hay que añadir a José Manuel Martínez García, valenciano de Utiel, arqueólogo, amigo, que llamó nuestra atención sobre la extraordinaria importancia de Tejeda la Vieja. Él parece ser la persona indicada para dirigir un trabajo serio sobre la patrona de los moyanos. A todos ellos, gracias. Gracias también a Pedro Soriano por su inestimable colaboración. Nadie como él traduce la Historia de Moya en imágenes, que valen más que todas nuestras palabras.

EL MUNDO DE TERESA

Aunque no descartamos ninguna sorpresa (de hecho, es uno de nuestros personajes más queridos y buscados), parece lo más probable que persigamos un objetivo imposible; que sea Teresa una flor cortada mucho antes de marchitar que vivió el tiempo justo de ofrecernos el primer aroma de la mañana, para dejar sus pétalos entre las hojas de un libro que escribe Constante Félix en 1628, reabre el Duque de Alba en 1915, y recordamos nosotros en 1996 y ahora.[iv] De haber vivido el tiempo suficiente, hubiera sido testigo, quizá protagonista, de uno de los momentos más apasionantes de la Historia Moderna, pues nacida en el reinado del último Felipe de la Casa de Austria, y en la envidiable cuna que mecen varios títulos de la grandeza, no hubiera podido escapar de ninguna forma al ambiente recargado, esplendoroso y formidable de los años centrales del siglo XVII, que constituyen el período de plenitud sociológica del Barroco español, exuberante de grandezas y contradicciones.

Mucho se ha escrito del último siglo de la hegemonía española, y mucho de ello empieza ahora a revisarse: sin ir más lejos, hay que poner en duda y desmentir en algunos aspectos el análisis que, basado en la escasez y despoblación descritas por los arbitristas, hacía de España poco menos que un reino de curas, mendigos y ladrones. Los trabajos de Elliot, Hamilton, Kamen, Domínguez Ortiz, Vilar y Anes entre otros, cuestionan esta hipótesis, obligan a revisarla seriamente, y circunscriben sus consecuencias, como mucho, a ciertos sectores sociales y zonas de Castilla, en los que podrían darse alguna o varias de las condiciones que describe Martínez de Mata hacia 1656 en uno de sus memoriales: “Las casas y tiendas se han caído, las ventas y mesones, los cortijos se yerman, y nada se vuelve a reedificar, siendo los fundamentos de sus crecidas rentas. Los lugares se despueblan, los vecinos se ausentan y se huyen, se dejan las mujeres, se descarrían los hijos, se pierde el aumento de la generación, se quedan las hijas sin casar, los varones no se atreven a echar sobre sí la carga del matrimonio, por no haber quedado el jugo de las artes [oficios] con que pudieran cumplir con sus obligaciones, de donde procede el haber tanta multitud de mujeres perdidas, la inmensidad de vagabundos, que a la sombra de otros andan como camaleones arbitrando cómo sustentarse con el pan que otros tienen en la boca…”. Bastante de ello parece verdadero, y evocador de una realidad omnipresente en la novela picaresca, soberbio autoanálisis colectivo, suma y compendio del nosotros mismos, acta inapelable de la historia nuestra.

Es, de todos modos, un siglo lleno de contrastes, pues junto a la impresionante maquinaria festiva, teatral y multitudinaria que montaron “Felipe el Grande” y sus validos –en primer lugar, naturalmente, Olivares- en complicidad con todos los estados del reino, deben encajarse las rapiñas nobiliarias, pestes, hambrunas y mortalidad infantil. Es muy probable que una de estas plagas acabara con La Marquesina, a pesar de su alta cuna, pues era también signo de los tiempos la efímera precariedad de la vida, la cotidianeidad de la muerte, que a todos alcanza no importa su estado y condición. Abundancia de textos lo consagran; véase, por ejemplo, el incomparable Discurso de la Verdad” (1679), de Miguel de Mañara, no menos que los incontables tratados del bien morir y la recurrencia constante, obsesiva, al memento mori". Pero véase también, claro, La Cuna y la Sepultura (1633), de Quevedo, a quien, como luego veremos, hubiera podido conocer de cerca Teresa. Hubiera sido también contemporánea de Lope (+ 1633), Ruiz de Alarcón (+ 1639), Mira de Améscua (+ 1644), Tirso de Molina (+ 1648), María de Zayas, Francisco de Rioja, Rodrigo Caro, Calderón, Gracián, Saavedra Fajardo, etc., etc.; y no hubiera podido ignorar al Conde de Villamediana (+ 1622), finísimo poeta, codiciado amante, referencia inevitable de hablillas cortesanas; ni por supuesto a Góngora (+ 1627). Habría sin duda leído con placer a Cervantes en cualquiera de las treinta reimpresiones de El Quijote que vio el siglo XVII, y no habría evitado el imitarle si por ventura, como era habitual, hubiera escrito un diario, o intentado realizar sus memorias. Y en fin, habría seguramente frecuentado al erudito poeta e historiador Francisco Pinel y Monroy, conocido plumífero, asiduo a varias academias literarias de mediados de siglo –le detectamos en siete de ellas, una de las cuales preside, y otra más en Granada- y cronista oficial de la familia que, si bien informado, no da cuenta de ella para nuestra desgracia y la suya, no obstante su contemporaneidad.

Constituye apasionante aventura sumergirse en las querellas de las academias literarias de la España de entonces, como la de Los Humildes (1592), la de Madrid (1607/8), la de Saldaña (1611/2), la Academia Selvage (1612/14) y la Academia Poética de Madrid (1616/22), entre otras de la Corte, aunque también en provincias, como la famosa Academia e los Nocturnos, de Valencia, por los años 1591/94. Heríanse allí los poetas con sátiras y epigramas mordaces que las más de las veces despertaban odios invencibles, insomnes enemistades. En más de una ocasión acabaron a las manos, y lo más frecuente era su corta duración a causa de disputas y trifulcas en las que también solían participar miembros inquietos de la nobleza, que sumaban sus banderías. Refiriéndose a estos cenáculos gloriosos, Suárez de Figueroa, en su Plaza Universal de toda las ciencias y artes” (1615), daba cuenta de “… censuras, fiscalías y emulaciones, no pocas vozes y diferencias, passando tan adelante las presunciones, arrogancias y arrojamientos, que por instantes no sólo ocasionaron menosprecios y demasías, sino también peligrosos enojos y pendencias, siendo causa de que cessasen tales juntas con toda brevedad”. Muchas referencias y citas jocosas podemos encontrar en textos de los mismos contertulios, como Lope, Cervantes, Pellicer, Vélez de Guevara, Góngora, etc., y bastantes de sus rivalidades tomaron cuerpo en semejantes palestras, nacidas con frecuencia de envidias infundadas, si es que la envidia necesita fundamento, pues la peor especie es la nacida de la superioridad intelectual del prójimo, y más tratándose de un adversario literario, cosa frecuente en un siglo tan profundamente culturizado y humanista como aquél, y lleno de poetas: sabemos que a la muerte de Felipe II hay nada menos que tres mil, entre los conocidos. Ya es parte alícuota de la literatura el complicado crucigrama de relaciones que proponemos al lector a modo de acertijo de afinidades: fiera enemistad tenía Quevedo con Góngora, Pérez de Montalbán, Juan de Jáuregui, Quintana, Salas Barbadillo, Pellicer, Ramírez de Prado, Pacheco de Narváez y Godínez de Prado; fría y distante, Lope con Cervantes, Góngora y Pellicer; cordiales, las de Lope con Quevedo, Salas Barbadillo y Castillo Solórzano, o Cervantes con Salas Barbadillo, o Góngora con Vélez de Guevara y Pellicer, o Quevedo y Félix Paravicino; y en fin, entrañable relación unía a Lope con Baltasar de Medinilla y Parvicino. Llama la atención la abultada nómina de adversarios que maneja Don Francisco de Quevedo, pluma invencible, príncipe de los escritores satíricos españoles. Desde la cima de su conciencia crítica, no duda un momento en poner su alma en la picota: “Ordenado de corona, pero no de vida; que es de buen entendimiento, pero de no buena memoria; que es corto de vista, como de ventura; hombre dado al diablo y prestado al mundo y encomendado a la carne; rasgado de ojos y de conciencia, negro de cabello y dicha, largo de frente y de razones, quebrado de color y de piernas, blanco de cara y de todo, falto de pies y de juicio, mozo amostachado, y diestro en jugar a las armas, a los naipes y a otro juegos; y poeta sobre todo, hablando con perdón, descompuesto, componedor de coplas, señalado de la mano de Dios. Por todo lo cual, y atento a sus buenos deseos, pide a vuesas mercedes (pudiéndolo hacer a la puerta de una iglesia, por cojo) le admitan en la dicha cofradía del placer…”, solicita jocosamente en su Memorial pidiendo plaza en una academia (hacia 1612).

Por otra parte, los retazos que tenemos de tales academias permiten conocer algunos detalles muy personales de aquellos gigantes de las letras que eran primero, sin duda, hombres también. Sabemos, por ejemplo, que Vélez de Guevara fue impenitente sablista, además de ladrón de argumentos, que tomaba con absoluta impunidad: quitabolsones” era llamado por los otros… Eran las academias, en suma, una especie de divertidas repúblicas literarias en las que se trataban toda clase de asuntos divinos y humanos, generalmente en tono burlesco y pródigo del ingenio, que alcanzaba elevadas cotas de crueldad al tratarse –nada más común en asamblea de hombres solos- de las mujeres: “la mujer, en todos sus grados y maneras, pero siempre buscando los más ridículos y provocativos de la risa. En todas las academias se la persigue como sujeto de fisga y broma; ora es la vieja desfavorecida y enamorada de un mozo; ora son los limpiadientes de una dama, ya es una sátira contra las mujeres flacas, o en burla de otra que se mordió la lengua, o se cortaba las uñas con los dientes. En todas ellas, repito, se busca el lado cómico de la vida, y sin profundizar nunca en su sicología ni en su carácter, y sin la más mínima preocupación feminista, como tema tan sólo de pasatiempo y diversión”, dice González de Amézua en la espléndida radiografía que ofrece de estos eventos su edición de las cartas de Lope de Vega, donde destaca el momento crucial que representaba el Vexamen, discurso lleno de sentido que pronunciaba el presidente al cierre: “Este era el momento de mayor peligro para la vida de la academia, porque, como su título exigía, sacábase a colación en el tal vejamen los defectos, faltas y demás imperfecciones de los vates actuantes, y allí era de ver cómo se encendían las pasiones, se vengaban las atrasadas ofensas, se fustigaba más o menos jocosamente al adversario y, en fin de cuentas, entre vejador y vejados se armaba la gresca y jollín, con palabras y denuestos primero, con violencias, puñadas y mojicones después”.

Pinel y Monroy, algo posterior, se movió en un ambiente literario y humanista más modesto si tenemos en cuenta, además, que a los años de su madurez casi todos aquellos monstruos de las letras, exceptuando a Calderón (+ 1681), ya habían desaparecido. Debía ser pródigo en el comer, a juzgar por la chanza que le dedica Don Bernardo de Monleón en el vejamen de la Academia de Fonseca del año 1659, pues “… me determiné ir a su casa, y tuve tanta dicha, que le topé comiendo; toda la vianda se la servían en platos muy grandes, que hasta en el comer es tan estudioso el señor D. Francisco, que se sirve de platones”. En otra ocasión (1662) D. Luis Nieto ironiza sobre su barba, que debía ser poblada: “… que sin ser lampiño, a cualquiera dize su sentimiento muy desemboçado…”, y le dirige una redondilla:

 

Con discurso competente

A la manera que entabla

Hombre es que siente como habla,

Y que habla como siente.

 

Era, en suma, un ambiente cargado de metáforas, retruécanos y veladas alusiones a las facetas más llamativas de la personalidad, con frecuencia versadas en defectos físicos o fisiológicos, no pocas veces crueles y plenas del sarcasmo demoledor que otorga el ingenio, tan abundante en el siglo.

Pero hubiera también conocido Teresa la primera desmembración del Imperio, que sobreviene al conseguir Portugal su emancipación de la corona española en 1640, mientas Cataluña se salva in extremis gracias al cachazudo concepto integrador del estado que ostenta el Condeduque de Olivares, que intenta como puede poner en práctica su personal visión de la entidad de España por medio de políticas forzadas y, a la postre, contraproducentes, como la Unión de Armas, fallido intento de un ejército compartido. Habría conocido, en fin, la decadencia de la república, probablemente más por los análisis fragmentarios y muy discutibles de los arbitristas (Celorigo, Moncada, Deza, Martínez de Mata, Caxa, etc.) que a consecuencia de su propia experiencia, habida cuenta de la distorsionada perspectiva del conjunto que acostumbra tener el estado noble. En su interesantísimo “Discurso sobre el acrecentamiento de la labor de la tierra”, Pedro de Valencia, conocido arbitrista y gran hombre de letras, propone corregir en lo posible la desigualdad económica e, inspirado en la primitiva comunidad cristiana de bienes, reclama la propiedad privada por derecho de nacimiento, haciendo al estado el único titular de la posesión de la tierra. Además, defiende un plan de distribución agraria basado en la reducción de la gran propiedad, difusión de la pequeña y concesión de tierras a colonos en régimen de enfiteusis perpetua: la reforma agraria, ni más ni menos, basada en píos motivos religiosos, ¡al filo de 1600!… ¡Bendito, glorioso y descabellado país!.

Y habría gozado Teresa del inmenso privilegio de vivir la génesis y desarrollo de la modernidad que, sin desmerecer el principio de continuidad de la Historia, da comienzo en el controvertido siglo XVII, pues hubiera sabido también de Galileo, penitenciado en 1633 y muerto en 1642, el mismo año que nace Newton, mientras Kepler muere en 1630, el abate Marsenne en 1648, Descartes en 1650, Pierre Gassendi en 1655 y William Harvey en 1657. Es, en efecto, la primera vez en mil quinientos años que el hombre occidental, libre de complejos, adquiere conciencia de su superioridad sobre los antiguos, cuya autoridad empieza a ser no sólo cuestionada, sino duramente combatida. No obstante, hay que decir que muy poco de la modernidad le habría llegado a Teresa. Si acaso, el evidente parecido de su patria con la marmita de Papin, enquistada en históricas obsesiones, la más abyecta de las cuales es su vieja manía de la limpieza de sangre. En pleno proceso de tibetización, vive España inmersa en interminables y bizantinas discusiones de escasa o nula transcendencia filosófica y científica, como la Inmaculada Concepción de María, o el copatronato Santiago/Santa Teresa, que constituyen en su conjunto, sí, un hermoso lujo, sublime dispendio cuya deuda acumulada todavía estamos pagando, no obstante la belleza sobrecogedora, irrepetible, de cuanto dio de sí nuestro Siglo de Oro. Nosotros, muy poco alejados del sentimiento vivencial de Sánchez Albornoz, creemos que este ensimismamiento hispano ha dado lugar, entre otros productos, a una extraña relación de amor-odio que perdura entre nosotros y ya cuenta en su haber con larga secuela de enfrentamientos, radicalismos irracionales y, en la mejor de las hipótesis, la difícil pervivencia de, al menos, dos Españas contrapuestas.

A decir verdad, hubo excepciones, aunque pocas, en aquel ambiente recargado, irrespirable, de la España de la Contrarreforma, y pudo ser una de ellas precisamente el abuelo de Teresa, Don Francisco Pérez de Cabrera y Bobadilla, V Marqués de Moya, humanista in extenso que poseía una de las más completas bibliotecas científicas de la época. Casi todo cuanto se sabe de él puede conocerse, también, en nuestro Moya I. Si hubiera que hacer un rápido inventario del saber, bastaría enumerar los libros de Don Francisco, cuyo comentario detallado dejamos para ocasión más propicia. No obstante, cabe destacar su personalísima opción por los tratados de Matemáticas y Geometría, Astronomía, Geografía y Cosmografía, Medicina, etc; y ciencias aplicadas,  como la Arquitectura, Milicia y Fortificación, Óptica, Agrimensura, Máquinas e Instrumentos, Relojería, Caballería, Topografía... El estudio de la persona de D. Francisco de Cabrera y Bobadilla permite vislumbrar las últimas bocanadas de un siglo equilibrado en el que España se desliza todavía por la corriente intelectual y científica de Occidente, entregado por entonces con tesón al desarrollo sistemático del procedimiento científico, el arma más poderosa de siempre contra la ignorancia y la superstición, favorecedora del progreso de los pueblos en uso de las ciencias aplicadas, que a la sazón se llaman artes con el propósito, quizá, de enmascarar su excesiva dependencia de las necesidades cotidianas, y son hijas predilectas del saber científico. En nuestros días, su utilidad ha sido reemplazada por la tecnología, hija espuria de la Ciencia, aunque ocurre que, como tantos bastardos célebres, acaba por superar la fama de las otras, nacidas y criadas en la tierna molicie del hogar. Es ley de vida. Además, al fin madre, la Ciencia nunca niega el pecho al hijo vital, jayán y robusto, pero ignorante y vulgar, del que se avergüenza en público mientras le otorga todo lo que pide en la privacidad de una relación inconfesable… Cuanto pudiéramos decir de este asunto, y mucho más, formaría parte de un análisis más extenso en torno a la naturaleza del saber universal, viejo ideal humanista, y a las relaciones de la Ciencia con el resto de las pasiones intelectuales, pero quédese para otro día.

Poseía también D. Francisco algunos libros de Alquimia y Astrología, sucedáneos de la ciencia con los que el sabio de la época pretende descifrar el comportamiento cotidiano de cosmos. A mediados del siglo XV, Marsilio Ficino, eminente humanista y cortesano florentino protegido de Lorenzo el Magnífico y modelo de renacentista,  especula en torno a la magia y establece dos clases en la más pura tradición rogeriobaconiana: “Natural” o buena, y “Ceremonial” o diabólica. La primera, que podemos considerar precintífica, pretende el conocimiento profundo de la Naturaleza entendida como lugar del hombre, suma y compendio del Cosmos, cuya preeminencia espiritual puede ser mejorada materialmente mientras, además, triunfa sobre los enemigos de la fe, pues “Los que estudian no sólo se ayudan a sí mismos, sino que sustentan en todos los aspectos a la Iglesia, guían a los príncipes, dirigen a todos los seglares y convierten a los herejes y a los demás infieles”, dice Roger Bacon, el Doctor Mirabilis, en su Opus Tertium (1268), y defiende apasionadamente varios elementos fundamentales de la Ciencia tal y como nosotros la conocemos, pues cree que “nada puede conocerse de las cosas de este mundo sin saber las matemáticas”; además, demostrando extrema desconfianza en el poder de la lógica si va desnuda del ropaje de la realidad sensible, que “el razonamiento nada prueba; todo depende de la experiencia”. Es, en efecto, la Natural una especie de magia blanca maternalmente permitida por la ortodoxia religiosa, y aún practicada por miembros destacados de las órdenes, como los franciscanos. En otro lugar, por cierto, hemos divagado en torno a la vocación franciscanista de los Marqueses de Villena y Moya (Moya I, págs. 231/234). Una interpretación sesgada del poder de la Alquimia en cuanto defensa de la República Cristiana, animará luego a Felipe II a sufragar proyectos de transmutación ruinosos, de cuyo beneficio intenta llenar sus maltrechas arcas. En 1593, Ricardo Estanihurst dirige al rey un conocido memorial con objeto de aleccionarle en la busca de buenos y cristianos alquimistas “… en servicio de V. Majestad cuyo real celo por todo el mundo se save, no es otro que con todo su poder y riqueza mantener la Cristiandad, oprimir la infidelidad, defender la religión Católica, destruir a los muy abominables luteranos y calvinistas, pelear por Dios y contra el Diablo…” A mediados de siglo, Felipe no había dudado en dotar a El Escorial de espléndido laboratorio, contratar alquimistas y lanzarse esperanzado a semejante empresa, convencido de su papel de guardián de la fe y alentado por el concurso de eminentes matemáticos, como el mismo Herrera. Vana ilusión que pudiera inscribirse en un libro de quimeras científicas junto a los intentos de conseguir el móvil perpetuo deprimera y segunda especie, y otras. Si ha lugar, en momento más propicio trataremos de analizar las relaciones de Don Francisco con el círculo de El Escorial y la Academia de Matemáticas, de inspiración herreriana.

Paradigmas medievales de esta protociencia eran Raimundo Lulio y Arnaldo de Vilanova que, forzando un poco los términos del discurso, podrían haber sido los modelos del humanista abuelo de La Marquesina. No obstante, nosotros le suponemos más afín a la experiencia vital de otro florentino ilustre, pues su existencia apartada en Moya parece obedecer al modelo que un siglo antes estableciera Nicolás Maquiavelo en su bellísima carta a Francesco Vettori (10/12/1513),  modelo inimitable de literatura epistolar: “En mis tierras me estoy, y desde mis últimas desventuras no he permanecido, juntándolos todos, ni veinte días en Florencia… Me levanto con el sol y me voy a un bosque mío que están talando, donde paso dos horas, inspeccionando los trabajos del día anterior y conversando con los leñadores, que siempre tienen algún pleito entre ellos o con sus vecinos…Y dejando el bosque, me dirijo a una fuente, y de allí al sitio donde dispongo mis trampas para cazar pájaros, con un libro bajo el brazo: Dante, Petrarca, o uno de los poetas menores, como Tíbulo u Ovidio. Leo de sus amores y pasiones que, al recordarme las mías, me entretienen sabrosamente en este pensamiento. Tomo luego el camino de la hostería, donde hablo con los pasajeros y les pido noticias de sus lugares, con lo que oigo diversas cosas y noto los varios gustos y humores de los hombres. Llega en esto la hora del llantar, en el que consumo con mi familia los alimentos que puede dar esta pobre tierra y mi menguado patrimonio. Después de haber comido, vuelvo a la hostería, donde con el posadero están, por lo común, un carnicero, un molinero y dos panaderos. Con ellos me encanallo jugando a los naipes o a las damas, de lo que nacen mil disputas e infinitas ofensas y palabras injuriosas, y lo más a menudo se combate por un centavo, y hay veces que desde San Casciano se nos oye gritar. Y en esta piojería he de zambullirme para que no acabe de enmohecérseme el cerebro, y para desahogar esta malignidad de mi suerte… Al caer la noche, vuelvo a casa y entro en mi estudio, en cuyo umbral me despojo del traje de jornada, lleno de lodo y lamparones, para vestirme ropas de corte real y pontificia; y así ataviado honorablemente, entro en las cortes antiguas de los hombres de la Antigüedad. Recibido de ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento que es privativamente mío, y para el cual nací. En esta compañía, no me avergüenzo de hablar con ellos, interrogándoles sobre los móviles de sus aciones, y ellos, con toda humanidad, me responden. Y por cuatro horas no siento el menor hastío; olvido todos mis cuidados, no temo la pobreza ni me espanta la muerte: a tal punto me siento transportado a ellos todo yo. Y guiándome por lo que dice Dante, sobre que no puede haber ciencia si no retenemos lo que aprendemos, he puesto por escrito lo que de su conversación he apreciado como lo más esencial, y compuesto un opúsculo De Principatibus, en el que profundizo hasta donde puedo los problemas de este tema: qué es la soberanía, cuántas especies hay, y cómo se adquiere, se conserva, y se pierde”.

Ningún escrito conocemos de Don francisco Pérez de Cabrera y Bobadilla, salvo esporádicas notas al margen de sus libros, pero tenemos noticias suyas, pues, como luego veremos, los problemas del gobierno de súbditos serán buena fuente de inquietudes para el Señor de Moya, como lo fueron para el canciller de la Señoría de Florencia.

La feliz circunstancia de tener un abuelo sabio, podría ser decisiva en la vida de Teresa caso de haber llegado a conocerle en sus años de formación, aunque ya no estaban los tiempos para veleidades culturales femeninas. Compruébese leyendo, por ejemplo, la inclemente “La Culta Latiniparla, Catecismo de vocablos para instruir a las mujeres cultas y embrilantinas…” (1630), de Quevedo (¿quién si no?). Lugar común es, y merecido, la misoginia rampante del siglo XVII, y en especial  la de Don Francisco de Quevedo: “Mira una mujer, en quien naturaleza ocupó los pinceles de más cuidadosa hermosura, quánto estudio pone en desconocerse del ser humano en todo. Añádese la estatura con el chapín: disimula con zonas de plata, y borduras de ámbar, y oro el corcho; viste en pirámide pomposa la dimensión de su persona, y miente el vulto que la falta. Añade a su blancura el ampo artificial; baña de resplandor sus mexillas; enciende en rubíes sus labios; apriétase el cabello con un zodíaco de diamantes, en que no arde menos encendido el sol. Con joyas, manillas, arracadas y sortijas remeda el firmamento, sembrada de constelaciones centellantes, persuadiendo a los ojos que es esfera racional, con que hypócrita de divinidad, es maravilla tyrana de los sentidos…”.

Puede que la clave, la verdadera llave del atribulado corazón del señor de La Torre de Juan Abad y sus contemporáneos, se encuentre en estrofas de este tenor:

 

Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

médulas que han gloriosamente ardido.

 

Su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, más tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

 

Por supuesto, no es exclusivo del XVII el bajo concepto social e intelectual de la mujer. En el todavía renacentista 1592, el heterodoxo Antón Francesco Doni, en su El Mundo cuerdo y loco”, donde se describe detalladamente la ciudad ideal, que ha de ser huérfana de amor (“pasión enloquecida y egoísta”) en aplicación de los postulados de “La  República” de Platón, se programa el sexo de la comunidad, pero no postulando la libertad universal de elección sino poniendo abundancia de hembras a disposición de cada hombre (“una, dos, tres, cien o mil”, ni más ni menos) para saciar sus necesidades corporales: sólo los hombres las poseen. En un mundo así, “El vituperio no haría acto de presencia, el honor no sería mancillado, los matrimonios no se verían deshonrados, no serían asesinadas las mujeres ni muertos los maridos, no se plantearían litigios a diario, las hembras no serían causa de infinitos males, serían extinguidos los estrépitos de las nupcias, los engaños ocultos de los cónyuges, las rufianerías, las lites de los repudios, los asesinatos por la dote y las trampas de los engaños de los malvados. Hasta mujeres hay que por estupro han matado a sus maridos…”. Al hilo de estas citas obligado parece traer aquí otra, de procedencia cinematográfica, pues en la inolvidable “Los pasajeros del tiempo” (Nicholas Meyer, 1980), un desengañado H.G. Wells, que brillantemente recrea Malcolm McDowell, sentencia en la última secuencia: “Todas las épocas son iguales. Sólo el amor consigue hacerlas soportables”.

Y sigamos: difícil hubiera sido a La Marquesina hurtarse al espejo de una de las mujeres más excepcionales de un siglo excepcional, que también se interesó por la Ciencia aunque su vida transcurrió, rica de avatares, en un convento al otro lado del Atlántico. Nos referimos, ¿cómo no?, a Sor Juana Inés de la Cruz.

Es lo más probable que Teresa, caso de haber vivido hasta el último cuarto de siglo, desembarazara su alma con la Guía” de Molinos, el último de los grandes herejes; otra oportunidad perdida por la Iglesia, una más, de recuperar la pureza del cristianismo prístino. Bajo la mirada del maestro, en seguimiento de uno de los pocos caminos permitidos a una mujer, y miembro de la nobleza, hubiera entregado su cuerpo y su alma al servicio del esposo supremo como habían hecho ya tantas de su familia. Hubiera vestido el manto azul de la Orden Concepcionista, y buscado la paz entre los muros del convento que dos años después de su nacimiento albergara la primera comunidad monástica intramuros de Moya, aunque puestos a imaginar, y tomando como ejemplo la entereza de carácter y reciedumbre moral de otras Cabrera, no hay ningún inconveniente en suponerle temprana vocación de jesuita, lo que no es tan descabellado como parece: recuérdese el secreto a voces de la militancia en el ejército de la fe de Doña Juana de Austria (1554), hermana de Felipe II, aunque sabemos que se trata de un caso excepcional. Otra cosa es el tipo de recogimiento que hubiera demostrado entre las monjas del cenobio de Moya, al ser hija y nieta de los patronos del convento. Hay buenos ejemplos de relajación de las costumbres monacales en la época, y más andando de por medio los retoños de la nobleza, que se incorporaban a la regla con armas, bagajes, criados y amigos, y constituían uno de los elementos perturbadores más peligrosos de la clausura. Lugar común es, en aquel y todo tiempo, la sonrisa cínica y seductora del demonio de la concupiscencia, que anida en el corazón, atribulado por las carencias, de monjas y tiernas novicias. Trescientos años antes, el Arcipreste de Hita, sentencia con su acostumbrada franqueza: “quien a monjas no ama, no vale un maravedí”. Todavía en 1762, el Obispo de Cuenca Monseñor Carvajal y Láncaster dirige una circular “… para que los religiosos vivan en sus Conventos sujetos a la Regla que profesan, y no fuera de éstos con cualquier pretexto”, como consta en uno de los libros parroquiales de Moya. Además, no fuera extraño para Teresa sufrir en sus carnes la solicitación, a la vista de algunos procesos inquisitoriales de la Tierra de Moya[v] por lo que sabemos cuán expuesto era escuchar la confesión para los frailes del convento de San Francisco de la Vega, y otros, en el siglo XVII y siempre. “A tu Superior y Confesor, descubre todas tus tentaciones y repugnancias, para que te dé consejo, y remedio para vencerlas”, se dice en los “Avisos de la Madre Teresa de Iesus para sus Monjas”, y luego, “No estar fuera de la celda, ni salir sin causa, y a la salida pedir favor a Dios, para no ofenderle”.

Hay en los conventos femeninos de la época, en general, tres clases de internas, aparte de las profesas: doncellas, niñas y huéspedas. Son las primeras, en su inmensa mayoría, hijas de la nobleza y clases medias enviadas al claustro para recibir una formación adecuada, como fue Teresa de Cepeda. Las niñas eran parientes de las monjas, en general pobres que, confiadas por la familia para su cuidado y formación, compartían con sus tutoras celda, rezos y costumbres desde su más tierna infancia con lo que, de paso, suavizaban en parte los posibles problemas creados por la maternidad frustrada, satisfaciendo de un golpe dos de sus anhelos más importantes y mutuamente excluyentes: el casto matrimonio, y la maternidad biológica. No es preciso aclarar que tanto unas como otras terminaban con frecuencia su formación profesando en la orden. Estaban luego las huéspedas, seglares casadas por lo general, o viudas que buscaban el recogimiento del claustro por diferentes motivos, aportando de paso buenos ingresos a la institución. En cuanto a las  monjas profesas, hay que decir que llegaban al convento por muy variados motivos, buena parte de los cuales tiene su raíz en necesidades sociales, que no estrictamente religiosas, de entre las que destaca la dificultad de conseguir adecuada dote matrimonial. Oigamos a Calderón:

 

Porque un caballero pobre

Cuando, en cosas como éstas

                                       No puede medir iguales

                                       La calidad y la hacienda,

                                       Por no deslucir su sangre

                                     Con una hija doncella,

Hace sagrado un convento;

                                    Que es delito de pobreza.

 

Fácil es intuir con qué defecto de fe iban bastantes mujeres al matrimonio con Cristo, en compañía y peligro de otras muchas que sí optaban santamente por la vida religiosa, lo que conduce a Teresa de Jesús, una vez más, a ser explícita: “Si los padres tomasen mi consejo ya que no quieran mirar a poner sus hijas donde vayan camino de salvación, sino con más peligro que en el mundo, que lo miren, por lo que toca a su honra, y quieran más casarlas muy baxamente, que meterlas en Monasterios semejantes, si no son muy bien inclinadas, y plegue a Dios aproveche, o se las tengan en su casa…”.

No podemos pormenorizar en qué clase moral se hubiera encontrado Teresa Antonia Josefa, pero estamos seguros que cuando menos habría burlado la regla esporádicamente con algún que otro pecadillo de obediencia, para presenciar expectante, desde el mirador o “palomar” del Convento de la Concepción, las abundantes fiestas y celebraciones públicas de la Villa, tan dada a demostraciones colectivas, como puede colegirse por la lectura de uno de los manuscritos de Don Gerardo González García, en el que se detallan buen número de festejos, y varios milagros, como el de “los tres soles”, pág. 184:

 

“Nota digna: Aparitio Solis. Domingo de Resurrección por la mañana, cuando se va con Ntra. Señora en Procesión, en 9 de Abril de 1719, se aparecieron tres soles; los dos muy tristes y más pequeños que el         que nos alumbra; y el uno de éstos habiéndole visto sobre la mano izquierda del que nos alumbra, con tres arcos que los rodean, el uno de ellos algo sanguíneo, los otros dos algo pardos o pálidos, y tristes; su postura era el sanguíneo las extremidades al cielo, los otros a la tierra, con la advertencia que dicha mañana no había llovido, no hacía calor, sí muy buen frío”.[vi]

 

Por otra parte no nos cabe duda que habría dado rienda suelta a su corazón más de una vez al escuchar el sonido de las campanas de las siete iglesias de Moya, y los dos conventos, al unísono de las horas canónicas o en las grandes festividades, cuando el hermosísimo coro metálico derramara sus voces a los cuatro vientos de la Tierra de Moya presididos por la voz solista de la campana de Santa María, que, como se sabe, es ahora símbolo majestuoso del Museo Diocesano de Cuenca.

Hubiera escuchado el eco de las visitas que hizo San Simón de Roxas al cercano Monasterio de Texeda. La primera en 1579, para aplacar el ardor juvenil de las tentaciones de la carne; la segunda en 1615, y por último en 1622 cuando, según al P. Bermejo (1779), obsequiado por un garaballero con un panal  de miel de El Colmenar, lo repartió entre los asistentes renombrando unos versículos del Salmo 18: “Son más codiciables que la abundancia de oro y de piedras preciosas; más dulces que la miel y el panal”, refiriéndose a los juicios del Señor. Se inicia el proceso de beatificación de Rojas el mismo año de 1628, y es por fin santificado en 1988.

Hubiérase contagiado Teresa del fervor y la emoción de la primera subida de la Virgen de Texeda, que tiene lugar sólo un año después de la muerte de su madre. A partir de entonces y hasta la extinción de la comunidad concepcionista (1845), es entregada la imagen a las monjas para su custodia los días que la Virgen descansa en Moya. Éstas, como dice Bermejo, “… como amables Esposas del Salvador, hacen la guarda y centinela continua a la Imagen de su madre con la pureza, devoción y cultura que corresponde a tan buena Huéspeda: apenas la ven elevada sobre su magnífico Altar, exquisitamente compuesto e iluminado con proporción y simetría… quedan elevadas las monjas, y con ellas toda la Iglesia…”. Insistimos: si monja hubiera sido, habría derramado sus lágrimas Teresa entre el coro de Hermanas, pues acabado en Novenario, se desciende a la Virgen del altar mayor la víspera del regreso, quedando las madres contritas, “… porque el llanto de la Comunidad se percibe muy claramente en la Iglesia, sin que ni las voces del canto eclesiástico, ni el ruido del numeroso concurso alcance a confundir unos eco de dolor y ternura tan elocuente, que sobresale su fervor en obsequio de la Señora entre los ardores del Congreso”  [congreso: gentío, aglomeración]. 

Pero, ¿cómo no?, poco se hubiera desviado del modelo por excelencia, Teresa de Jesús, muerta en 1582, canonizada sólo seis años antes de nacer La Marquesina, y pronto también, símbolo casi viviente de la España de entonces, al disputar frontalmente al Apóstol Santiago su viejo patronazgo. De hecho, tanto La Marquesina cono José Isidoro, hermano suyo que también nace en Moya, lucen el nombre de la santa en su largo patronímico; impronta de los tiempos.

Aceptada la hipotética supervivencia de nuestra monja, síguense las preocupaciones ascéticas, la oración, y “las moradas”. Hubiera compartido con la de Avila, por ejemplo, su afición a San José, santo y numen de los Cepeda cuyo nombre también ostenta, vestigio de la experiencia valenciana de su abuelo Francisco, que La Santa recomienda especialmente a sus hijas, pues… “Aunque tenga muchos santos por abogados, séalo en particular de Sant Joseph, que alcança mucho de Dios”, en recuerdo de haber sanado de una de sus muy graves enfermedades el día de la fiesta del santo, en 1542. Hubiera también compartido con ella sus lecturas, en primer lugar Las Confesiones, y las obras de San Gregorio Magno, El Cartujano, Osuna, Laredo, Guevara, Fray Luis, el Doctor Constantino, etc., algunas de las cuales están en la biblioteca de su abuelo (cuyos restos conocemos con cierta precisión) y son incluidas poco después en el índice de libros prohibidos de 1559. Hubiera, seguramente, vivido las contradicciones de Teresa de Cepeda, presa entre el amor y la obediencia, entre el mundo y su incorregible universo interior, pues “Acaecióme a mí, quando procurva que otras tuviessen oración, que como por una parte me veían hablar grandes cosas del gran bien, que era tener oración, y por otra parte me veían con gran pobreza de virtudes, tenerla yo, traíalas tentadas y desatinadas, y con harta razón, que después me lo han venido a dezir, porque no sabían cómo se podía compadecer lo uno con lo otro, y era causa de no tener por malo lo que de suyo lo era…”; y sin duda podría haber compartido con muchos de sus contemporáneos (con predominio de mujeres) la santa quietud de Molinos, suprimida sin miramientos de la memoria, aunque no del corazón de los fieles, y trasunto del castillo interior de la de Ávila. A su muerte, que le vino en 1696 en la cárcel romana de la Inquisición, le imaginamos exclamando: “¡Qué pocas almas ay que quieran dexarse aniquilar, muriendo en los sentidos, y en sí mismas!. ¡Qué pocas almas ay, que quieran dexarse vaciar, purificar, y desnudar, para que Dios las vista, las llene, y perficione!. Finalmente, ¡qué pocas, Señor, son las almas ciegas, mudas, sordas, y perfectamente contemplativas”!. Es La Guía Espiritual uno de los edificios más hermosos de la majestuosa arquitectura espiritual española, que es decir, sin nigún género de dudas, de la universal. Vive Miguel de Molinos una primera experiencia pastoral en Valencia, antes de marchar a Roma en procura de la beatificación de Simón de Roxas, que como es bien sabido pertenece de lleno a la historia del Monasterio de Texeda. No regresa de allí, acusado, entre otros cargos muy dudosos, de la misma pobreza de virtudes que confesaba la Cepeda, aunque no quiere defenderse y responde con el silencio de la quietud. Después de su condena, pronunciada en Santa María Sopra Minerva (el mismo escenario en que, cincuenta y tres años antes, se representa la farsa contra Galileo), su nombre es tachado de todos los documentos públicos, muchos, que dejó a su paso por Valencia y Roma, donde había militado activamente en las Escuelas de Cristo, piadoso instituto mitadsecular. Orwell habría podido encontrar en la vida de Molinos el modelo apropiado para su más duro, triste y desesperanzado alegato contra el terror: “1984”.

Pero volviendo a lo nuestro, concluyamos que no hubiera desconocido Teresa las virtudes de la oración mental, hija de Erasmo y apadrinada por Osuna, adoptada por Valdés, por Constantino y tantos otros, germen del recogimiento, orgullo de la orden franciscana. Celestial Exercicio que, llevado a sus últimas consecuencias como era frecuente, producía en el devoto arrebatos mil y transposiciones de toda índole, de las que hay muchos ejemplos en la literatura espiritual de todos los tiempos y creencias. Nada más a propósito que recordar los éxtasis de Fray Atanasio Rama (+ h. 1700), hijo ilustre de Landete, humilde guardián del convento franciscano de Orihuela, de quien se dice en algún lugar de la “Crónica Franciscana de la Provincia de Cartagena” (1790) que “… de su frequente oración, vino a quedarse en una continua presencia de Dios, y un linage de abstracción tal, que siempre estaba como fuera de los sentidos, anhelando y suspirando por la Patria celestial. En consequencia de esto, iba siempre que podía mirando al Cielo: y aún aconsejaba a todos que lo hicieran assí… “. Era además experto en “efectos especiales” y muy dotado para el ejercicio físico, pues acostumbraba huir a toda carrera cuando era sorprendido en flagrante ejercicio de levitación, como en cierta ocasión en que “… estando poniendo en la Iglesia de dicho convento el Sacristán, con otros que le ayudaban, una colgadura nueva que a diligencias suyas se había hecho con limosnas…; viendo que los que la ponían la ajustaban mal, y con mucho trabajo, les mandó baxar diciendo con amable y cariñoso gracejo: hijos míos, estas cosas más quieren maña que fuerza. Tomando, pues, los tafetanes sobre su hombro izquierdo [sic], y subiendo por la escalera, estándose ésta en su propio lugar, puso todos los tafetanes de aquel lado, que era el del Evangelio, caminando por el ayre hasta llegar a la barandilla del Choro. Advirtiendo entonces lo que le había sucedido, se entró en el Choro y desde allí se fue huyendo y se encerró en su celda, afrentado y corrido por no haber podido excusar una acción tan pública”. Genuino hidelandete, hace mutis por donde debe, dentro de la más rancia tradición teatral. ¡Landetero puñetero!.

Pecado fuera dejar en el olvido otro espejo sublime de espiritualidad. Poetisa, dramaturga, actriz y mística, además de “provisora, gallinera, refitolera, maestra de novicias, y últimamente prelada” en el Convento de Descalzas de la Santísima Trinidad de Madrid, adonde permaneció sesenta y seis años de una larga vida, muriendo a los 82, en 1687. Sor Marcela de Vega, en el siglo Marcela de San Félix, hija (¿ya lo han adivinado?) de Lope de Vega y la actriz Micaela de Luján, tesoro de dulces virtudes de entre las que gustamos el buen humor, la ironía y una incontenible alegría de vivir, aunque no teme entrar a la mística “en aguja”, que es, en el argot marinero, hundirse de proa entrando en la mar igual que una aguja se introduce en un pastel de coco, navegando sin freno hacia las profundidades, y más si a la máquina le queda un aliento de vida en sus entrañas. Constituye un espectáculo dantesco, propio de relato de cienci-fiicción, aunque es perfectamente real, y posible. Un buen día, no nos cabe duda, entraremos en aguja en el corazón solitario de Marcela, delicioso recinto donde, quiérase o no, domina su condición femenina sobre todo lo demás:

 

En tí, soledad amada

Hallaba mi compañía,

En tí los días son glorias,

En tí las noches son días.

 

En tí cogí de mi amor,

Con abundancia excesiva,

Fértil cosecha del alma,

Dulce agosto de mi vida.

 

En  tí gocé de mi esposo

Las pretendidas caricias,

Los halagos sin estorbos,

Los regalos sin medida.

                       

En tí vi de su belleza,

Aunque en tinieble, divina,

Con cuánta razón me prende,

Con cuánta causa cautiva…[vii]

 

El “Octavario Festivo en honor al nacimiento de la Marquesina Teresa Antonia Josefa” no es sino un episodio, uno más del marcadísimo protagonismo mujeril en la estirpe de los marqueses de Moya. Con Beatriz de Bobadilla, I Marquesa de Moya, da comienzo, en efecto, un curioso matriarcado que se prolonga con altibajos hasta principios del siglo XVII. Dos causas contribuyen decisivamente a mantener esta notable situación de privilegio femenino: de una parte, la preferencia biológica por las hembras que demuestran los Cabrera en varias generaciones; de otra, la decisión de don Andrés, I Marqués de Moya, manifestada en su testamento, de no transmitirse por agnación rigurosa la sucesión al título y mayorazgo de Moya. No es preciso decir que debe atribuirse esta voluntad a la conocida y justificada influencia que sobre su marido ejercía Beatriz, nacida ciertamente del amor: “… porque allende la unidad por virtud del sacramento matrimonial, segund e por el qual somos fechos una carne, yo, el dicho marqués, e mi amada muger e compañera, la marquesa, el grande e verdadero amor que entre nosotros a avido e ay…”, para luego, “... como quiera que lo por amor fecho no se puede sino con amor pagar” (marzo de 1509, “Testamento de Don Andrés Cabrera, primer Marqués de Moya”, Archivo Histórico Nacional).

Más tarde, un conocido poeta barroco del que nos ocuparemos en otra ocasión, ponía en boca de Beatriz de Bobadilla esta bella octava en elogio de su descendencia:

 

Ni estraño Yo (responde la Marquesa)

En árbol, como vos, pimpollos tales:

Prosapia, de su tronco digna, es essa,

I la que vi de lexos en señales;

Pues de arraigar, pues de crecer no cessa

En fe profunda, en méritos cavales.

Al olmo esperan frutos más opimos;

Si por la vid no pierden los racimos…

 

Previamente, transportado por la pasión, ha dicho de ella que…

 

Sus límites passó el femíneo velo

I manejó la espada en vez del uso

O espíritu varón, O pecho amante

Cierto en Beatriz, quán falso en Bradamante.

 

Tanto una como otra circunstancia (biológica y testamentaria) son paulatinamente atemperadas a lo largo del siglo a causa de la temprana y contradictoria unión dinástica de los Cabrera con los Pacheco, Marqueses de Villena y Condes de San Esteban de Gormaz, que habían sido sólo unos años antes el más serio obstáculo para el acceso definitivo al poder del conocido mayordomo de Enrique IV, y contador de los Reyes Católicos, el converso conquense Andrés de Cabrera, y de su mujer, pues ya la III Marquesa de Moya, Doña Luisa Bernarda I de Cabrera y Bobadilla, se casa en 1525 con Diego López Pcheco II, el III Marqués de Villena, aquel a quien el bufón Francesillo de Zúñiga llamara trashijado y pequeño en su conocida Crónica burlesca” (1525). El esmirriado marqués, por quien su suegro Juan Cabrera, II Marqués de Moya, no sentía ningún aprecio (como demostraremos en otro momento desvelando algunas sabrosas anécdotas), guiado por intereses dinásticos obvios, intenta con éxito reunir en un solo cetro los dos títulos más importante y prestigiosos que atesora la familia al hacer recaer ambos mayorazgos en Francisco López Pacheco, IV Marqués de Villena y Moya, en contra del derecho y voluntad de su hermana primogénita, Juana Pacheco de Cabrera, que no obstante consigue temporalmente la tenuta del título de Moya, aunque simbólicamente -ya corrían otros tiempos-, forzada por el Consejo de Castilla, se ve obligada a devolver a su hermano los derechos. No quedan así las cosas, pues casada Juana con Pedro de Zúñiga, Conde de Miranda del Castañar, dan comienzo los de Miranda a una larga y sañuda batalla legal hasta la obtención firme de sus derechos en el siglo XVIII, que unidos a los que obtienen sobre el Condado de San Esteban de Gormaz, confluyen en la familia Montijo en el siglo XIX, aunque éste ya es otro asunto…

Otras mujeres dejan su peculiar impronta por diferentes motivos en el árbol familiar a lo largo del siglo XVI hasta que en 1620, Luisa Bernarda II de Cabrera y Bobadilla, futura Marquesa de Moya, contrae matrimonio en la Villa de Utiel con su primo Diego Roque López Pachecoo, futuro Marqués de Villena, y tras un breve período de gobierno en Alarcón, importante feudo de los Pachecio, vienen a Moya en 1627 para hacerse cargo del Marquesado a la muerte del culto padre de Luisa, D. Francisco Pérez de Cabrera y Bobadilla, quinto del título, donde todo está ya preparado para el nacimiento de Teresa, a la que reciben con honores de primogénita y heredera de sus estados, espoleados por la esperanza y el decidido apoyo y complicidad de un pueblo ilusionado con sus nuevos señores, no obstante la incertidumbre política y económica que presagiaban los tiempos, simbolizada ese mismo año por la derrota infligida a una de las más ricas y poderosas flotas españolas de la carrera de Indias en el puerto de Matanzas, a cargo de los piratas holandeses, y la consiguiente deflacción monetaria…

 

La Fiesta

 

No pudo ser, pero gracias a una exagerada y muy barroca necesidad de ostentación, y a las exigencias notariales de una clase nobiliaria empeñada en largo y complicado proceso de reacción no del todo esclarecido por los historiadores, un oscuro y servicial cura de Zaragoza llamado Constante Félix, criado del Señor de Moya, daba cumplida forma al certificado de inmortalidad de Teresa Antonia Josefa, y ponía en nuestras manos uno de los documentos más hermosos de la historia del Marquesado. Bendito sea.

No constituye la ceremonia, en efecto, un suceso fortuito (contingente, dirían los contemporáneos)  no obstante su excepcionalidad. Está en su génesis fuertemente influida por una larga serie de condicionamientos sociales bastante bien conocidos y que recientemente acostumbran a resumirse on el expresivo La fiesta barroca como práctica del poder”, título que da nombre, por cierto, a un intersantísimo análisis (Antonio Bonet Correa, 1979) que, en línea con los trabajos en torno al tema del profesor Maravall, Díez Borque y otros, desmenuza uno por uno todos los elementos de la fiesta como si tuviera sobre la mesa., de modelo, la fiesta de La Marquesina. Nada más a propósito: constituye la fiesta en sus diferentes partes un acto de afirmación y pertenencia tan rotundo, que en algún momento nos asaltan serias dudas de la autenticidad del relato. Pero nada mas lejos de suponer que es una superchería urdida por el criado agradecido. Posee plenamente los caracteres propios de un reportaje periodístico de la época con todos sus ingredientes, pues junto a largas y a veces tediosas descripciones de ceremonias, ornatos, situaciones y personajes, hay que constatar la decidida voluntad del cronista de hacer del escrito un monumento en sí mismo, otro más de la variada arquitectura, permanente o efímera, que pinta con pluma recargada, pomposa, vanilocuente, con frecuencia brillante y no totalmente exenta de calidad. Por esos días, o muy poco antes, en El Viaje Entretenido”, nuestro admirado Agustín de Rojas hace decir al cómico Solano, personaje real transplantado a su hermosa novela: “Dize Salustio, que gran fama se debe a los que obraron las hazañas, y no menor a los que en buen estilo las escribieron…”. Queda en consecuencia también inmortalizado Constante Félix, que en buena lid compite, y gana, otro de los juegos en honor de La Marquesina, aunque en rigor hay que decir que no tiene oponentes. Muchísimos relatos podrían comparárele, no obstante la diversidad de personajes, momento y localización geográfica. Hay abundante respaldo documental y bibliográfico a nuestra disposición. Sin ir más lejos, los Avisos de D. Gerónimo de Barrionuevo, en la Biblioteca de Autores Españoles; las “Cartas de Jesuitas”, en el Memorial Histórico Español; los Avisos de Pellicer, etc. Muchos de estos relatos están reunidos y descritos (imposible citarlos todos, y poco rentable) en el clásico Relación de solemnidades y fiestas públicas de España (1903), de J. De Alenda y Mira, aunque, claro, leídos unos pocos, leídos todos. Hay también buenos repertorios en las Relaciones de sucesos que publica D. José Simón Díaz en los Cuadernos Bibliográficos; y no faltan, por supuesto, obras descriptivas y de análisis muy conocidas, como la serie de Deleito y Peñuela, y sobre todo los citados Maravall, Díez Borque, Bonet Correa y otros. Incluso podríamos reconstruir la fiesta en sus menores detalles en base a los datos que disponemos, tanto los particulares del relato en cuestión, como los generales en torno a juegos, justas, toros, decoración, vestimenta y todo lo demás.

Tampoco era la fiesta una demostración de fuerza innecesaria para el marqués. De hecho, constituía un episodio más de la historia de las relaciones de su dinastía con el poder y la legitimidad. No en menor medida constituye una entrega del apasionante relato de las relaciones de los Cabrera con Moya, que en rigor comienzan mucho antes del gracioso nombramiento de Marqueses de Moya en 1480, a cargo de los Reyes Católicos, sus más destacados mentores, pues ya en 1463 ha concedido Enrique IV importantes mercedes en Moya a D. Andrés; y varios indicios apuntan en la dirección de suponer que la villa y su territorio son para él una vieja fijación, de origen cuasi ancestral. Pude que algún día entremos en este asunto, que ha de plantearse en torno a la venida de los antepasados de Cabrera procedentes del norte peninsular, en lo que cedemos el paso, por ahora, a otros investigadores[viii]. Tanto las relaciones con sus súbditos moyanos como con el poder en general, están salpicadas de todo tipo de escaramuzas, consensos, odios, enfrentamientos y actos de pleitesía a los que no son ajenos la ascendencia conversa de los Cabrera, su accidentada y meteórica toma de posición a la sombra de la Corona, su oportunismo y especiales dotes para la supervivencia en las condiciones ambientales más difíciles, y en fin, digámoslo ya, el indomable espíritu de independencia que en todo momento demostró el pueblo de Moya, entorno geográfico y humano que constituye un conjunto homogéneo y bien definido desde antes, incluso, de su inclusión en los reinos cristianos, y a pesar de su carácter fronterizo. Hay buena muestra de cuanto decimos en nuestro Moya. Estudios y Documentos I, de 1996, aunque deberíamos recordar aquí algunos episodios muy significativos, como el levantamiento de las Comunidades, en el que Diego López II prestó ayuda decisiva a su futuro suegro, Juan Cabrera, el padre de la primera Luisa Bernarda, cuando “Fueron dadas en la villa de Moya ochocientas e quatro sentencias contra los vassallos del dicho marqués…”. Además, “Fueron en el dicho Marquesado de Moya condepnados a muerte en rebeldía y a perdimiento de la meitad de los bienes ochenta y ocho personas…”, narra con lujo de detalles el Licenciado Montalvo, y comenta Sara Nalle en su magnífico Moya busca nuevo señor, págs. 93/102 de Moya I; o el que tiene lugar en 1474, a la muerte de Juan Pacheco, el Villena, reprimido por la viril arquesa, cuando “… los vecinos de Moya, maltratados por la autoritaria aspereza de Beatriz de Bobadilla conspiraron para retornar al amparo de la autoridad real…”, según relata, con su acostumbrada mala intención, el cronista Alonso de Palencia[ix]. Conocemos una larga serie de incidentes en los que Moya ha de reclamar, incluso por las armas, su pertenencia al príncipe heredero, que es la forma en que ostenta su condición de realengo desde 1319, a pesar del peligro, muy real en su doble sentido, de ser utilizada como moneda de cambio de innumerables transacciones, algunas vergonzosas. Por otra parte, no hay que olvidar que era pieza clave en el proyecto del Arzobispo Don Rodrigo, que magníficamente reconstruyen Mombiedro y de León (Moya I, Una cruzada, un noble...”, en esta misma página), de creación de un obispado de nuevo cuño erigido sobre las conquistas personales del aguerrido canciller de Alfonso VIII a comienzos del siglo XIII, en el que posiblemente “La bien cercada” hubiera albergado la silla: Obispado de Moya. Roma y el destino se cruzaron, para bien o para mal, en su camino.

Nada más lejos de creer que esta situación de privilegio podría perdurar sin traumas ni conflictos una vez acabada la Reconquista, que, a grandes rasgos, consuma Fernando III. No. Más allá de su conciencia tribal y de pueblo, los moyanos mantenían también dentro de sus fronteras situaciones de desigualdad anacrónicas no exentas de problemas sociales que se prolongan en el tiempo más de lo históricamente necesario. Según un interesante documento de la Real Chancillería de Granada, en 1583 ha de ir a Moya un procurador del Rey que obliga al Marqués y al concejo a abrir el archivo, en el que se guarda un privilegio real que exhime a los vecinos del Arrabal de pagar las alcabalas desde hace un siglo. En uso y abuso de unos derechos mal entendidos, los de Moya se negaban sistemáticamente a mostrar los documentos del archivo a nadie. Les iba en ello la buena vida.

El carácter fronterizo y de avanzada hizo de Moya una urbe de hidalgos con todas sus implicaciones: metrópoli señorial de caballeros al modo como los entiende el Fuero Viejo de Castilla, es decir, una suerte de nobleza intermedia, con siervos y sufragios, que en este caso provienen de su extenso y poco poblado territorio. Pero la vieja caballería villana, que constituyó el núcleo aglutinador en la Ead Media, una vez establecida socialmente, y obligada de grado o por la fuerza a emplearse de lleno en las artes de la paz, no cejará por un momento en el empeño de reivindicar su condición de ciudad libre y de realengo, justamente ganada en la frontera. Constituía su propio y particular intento de retorno al paraíso, el lazo indestructible que le une al pasado feliz, a su Edad de Oro intransferible, época teñida de gloria militar que, lo veremos en su momento, permanecía en la memoria íntimamente unida a la de Fernando III y Alfonso X. Sin temor a equivocarnos demasiado, podemos asociar esta insobornable vocación con la hermosa utopía de la ciudad ideal, añejo sueño redescubirto por Tomás Moro a los inicios del XVI y sublimado un siglo después en algunos textos nacidos del espíritu de la Contrarreforma, como el conocido La Ciudad del Sol”, de Tomaso Campanella.

Pero los intentos de sacudirse el dominio del Marqués constituyen una guerra perdida de antemano; el justo móvil de su lucha es, no sólo una utopía, sino anacronismo sin posibilidades de ser llevado a la práctica en el seno del estado moderno. Podría cifrarse el ideal de retorno de aquellos descendientes de ilustre prosapia empeñados en tenaz resistencia al dominio señorial, en la exigencia de tener su propia justicia y cobrar sus impuestos, aunque ya sabemos que no tenían ningún inconveniente en representar a su vez el odiado papel de señores a costa de sus vasallos extramuros de la villa. Hay un libro clásico de la literatura utópica que describe con bastante aproximación el marco social de las relaciones entre los caballeros de Moya y sus súbditos del arrabal y sierra: La Ciudad Feliz” (1553), de Francesco Patrizi da Cherso, veneciano, que constituye uno de los textos más interesantes de la teoría política, en el que se nombran seis clases de hombres que han de vivir en armonía para alcanzar el ideal urbano del Renacimiento tardío, y son el guerrero, el magistrado, el sacerdote, el campesino, el artesano y el comerciante. Pero, ¡Ay!, de todos ellos, que Parrizi reputa imprescindibles para la buena marcha de la república, sólo los tres primeros ostentan la condición de ciudadano, pues cree que los otros no tienen más función que proveer a su sustento y al de los demás, y ello les priva de la autonomía y bienestar necesarios para la práctica de las virtudes ciudadanas, de modo que “… el orden de los campesinos, el de los artesanos y el de los mercaderes…, no tendrán sitio en la ciudad feliz, y por consiguiente tampoco gozaran de todos sus privilegios, por lo que no podrán llamarse ciudadanos…”, y concluye: “En resumen, se considerará que nuestra ciudad tiene dos partes: una servil y miserable; la otra, señora y dichosa, siendo propiamente ésta la que se llamará ciudadana, por ser la que administra y es dueña d los honores de la república”. Pues bien: en la sobria y castellana Moya, los caballeros van a ostentar el doble derecho del guerrero y el gobernante, dejando a la abultada nómina de religiosos de sus siete iglesias y dos conventos el papel del otro orden de ciudadanos, los sacerdotes. Los demás, ¡a trabajar!.

Fray Juan de Pineda, en el Diálogo XVIII de su conocida Agricultura Cristiana” (1589), manifiesta crudamente la mala opinión que le merecen los labriegos en boca de uno de los contertulios que derrocha señorial displicencia: “Guárdeos Dios que se les encaje una necedad mayor que el mayor de ellos, que ni sacamuelas con sus gatillos y botadores, ni médicos con sus jarabes y bebistrajos bastarán para se la sacar del cuajo. Sobre haberlos de hacer pagar las rentas de las heredades, han de ser llevados a la cárcel, y después dicen, donde se hallan, que los robamos, y que no trabajan sino para nosotros; y, si les quitamos los arrendamientos, dizen que con hambre los queremos sacar del mundo, y si por algún año escaso de los frutos de la tierra los esperamos hasta otro, en que cojan más, no bastamos a cobrar dellos sin rencillas; y, como con la necesidad se nos metan hasta los hogares, piando cono gorriones de invierno por algún granillo, ansí en viéndose con un silo de trigo y un puerco muerto y una pipa de vino, no nos estiman en el ribete bermejo de su carapuza. Guárdeos Dios de su furia cuando se juntan a consejo sobre si moverán pleitos contra los señores; que el uno se ofrece a trotar los caminos y el otro que socorrerá con dineros para el pleito, y el otro que con trigo, y el otro que con vino en echando la cuba, y otros votan a Sant Viceto de vender sus hijos para ello, y aun otros, que son más acedos, se traban de las barbas, jurando que, aunque sepan comer mujer e hijos, no desampararán el pleito…”. Previamente, otro de ellos enumera y describe los oficios mecánicos, y dice que la primera y más baja es, precisamente, la agricultura. Le siguen en orden de importancia creciente la caza, los oficios fabriles que usan de martillo y de golpear, hilar y tejer, el comercio marítimo (!) y la soldadesca, y advierte que privan del privilegio de la nobleza a los que a ellos se dan, malsana aprensión que ha costado no pocos problemas a la maltrecha economía patria, y está en el punto de mira reformista de casi todos los economistas españoles de los siglos XVI y XVII.

Así las cosas, es muy probable que una de las tácticas disuasorias de los Cabrera fuera jugar la baza del divide, y vencerás. Según un interesante documento del Archivo Histórico Nacional, sabemos que el año de 1600 el licenciado Alonso Muñoz de Castilblanque y el vecino Cristóbal Ruiz de Liori, pertenecientes a dos de las familias más influyentes de la villa de Moya, se oponen violentamente a los representantes del marqués (Don Francisco, el abuelo de La Marquesina, por cierto) a causa de unas exacciones, y promueven una verdadera movilización popular; hacen junta, recaudan fondos e instan al pueblo al levantamiento. En las dos docenas largas de deposiciones de los secuaces del marques, significativa y monótonamente repetidas en los mismos términos, uno de los partidarios del Señor de Moya se queja ante el Consejo de Castilla de que los susodichos no han permitido a sus gobernadores “… salir con algunas cosas y an intentado contra Raçón y Justicia, y se an juntado y confederado, y tratan de lebantar la tierra contra el dicho mi señor. Y para este efecto estando proybido por nuestras leyes rreales que no se hagan juntas de vecinos sin orden de VªSª, an hecho diferentes juntas combocando a la gente y dando traças de hacer bolsa para seguir al dicho su parte y moverle dibersos pleitos y lo que más es, andan diciendo y publicando por la tierra que quien no hiciera la dicha liga y confederación a de morir a arcabuçaços, y en seguir a los que no quieren ser de su parcialidad an de gastar su hacienda lebantándoles pleitos ynjustos. Y con estas y otras traças que tiene anda alborotada la Villa y tierra y los vecinos en corrillos y armados y a pique de suçeder grandes desgracias sin que el Alcalde Mayor de mi parte aya podido ni pueda ir a la mano”. Solicita sea enviado un juez “… que vaya a la dicha Villa y demás lugares neçesarios y averigüe los dichos delitos y castigue a los dichos culpados por todo rigor para que a ellos sean castigo y a otro exemplo…”. Castillblanque  (Miguel Muñoz de), por su parte, niega todos los cargos, reivindica las rentas para la villa, y pide también la presencia de un juez, pues “… antes el dicho marqués ha dado ocasión a pleitos perturbándome y queriéndome despojar del dominio y señorío que tengo con justa y pacífica posesión de los montes de unas dehesas que tengo…”, refiriéndose a otro pleito que él mismo le puso ante la Real Chancillería de Granada, en el que “… envió contra mí un juez de comisión en su propia causa que me hiço tantos agrabios y me bendió mi hacienda, y hizo otras muchas bejaciones…”. He aquí, en plena ebullición, el viejo espíritu de rebeldía moyano, representado esta vez, como tantas otras, por la exigencia de rentas, escribanías y pinares para la villa. No faltan ya ejemplos de luchas intestinas, aunque esas las dejamos para el último capítulo.[x]

La política señorial se hace evidente: en el empeño por imponer sus derechos, opta el marques por aliarse con la clase que naturalmente puede apoyarle ante las veleidades de sus vasallos, pues su pueblo sigue obcecadamente apegado a las tradiciones, la más molesta de las cuales es, sin duda, la reivindicación de su derecho, noblemente adquirido, a administrar su propia justicia y a disponer libremente de los frutos de su tierra. No obstante, el complicado entramado social de Moya ofrecía serias dificultades para el Marqués, porque la villa era, por tradición, un conglomerado señorial díscolo y reivindicativo, y la otra alternativa,  buscar el apoyo de las clases menesterosas de los arrabales, estaba fuera de toda posibilidad y era lo más desaconsejable que podía proponerse un potentado del siglo XVII. No le queda más, que privilegiar a unos cuantos, los más proclives, rompiendo así la secular solidaridad ciudadana, el todos a una que opusiera resistencia tenaz al primer Pacheco, impidiera después a Cabrera hollar su hermoso empedrado urbano, y les entregara más tarde, gozosos y confiados, a la tutela de Isabel, que en 1473 señorea la villa y tierra, no sin jurar “… en mi Ánima, que mandaré guardar a la dicha villa todos sus buenos usos, costumbres, y les confirmaré todos sus Previllejos. E que en ningún tiempo ni por alguna manera que sea, non daré, ni enajenaré la dicha villa a ninguna persona, ni Personas de estos dichos Reynos, ni de fuera de ellos: antes sí la guardaré, e conservaré para mi servicio, e para la Corona Real de estos dichos Reynos para agora, e para en todo tiempo, e siempre jamás…”. Esto y más nos prometió, solícita, la buena reina, madre y esposa en la primavera de su reinado. Luego, el viento de la vieja Castilla, que en Moya sopla gélido, cortante y sonoro la mayor parte del año, llevó sus palabras dejando en su lugar el vacío del divorcio y la orfandad, constreñidos los moyanos a defender su independencia en solitario, incluso, a veces, al margen de las leyes. Pero Ánima no perdona traición, sino reclama justicia, la de todos. A punto de sonar la hora de la Eterna, prueba Isabel a desembarazarla de todo lastre en Tordesillas, “… e porque en la merçed que les fezimos [a los Cabrera] de la dicha villa de Moya, aunque emanó de nuestra voluntad, ay dubda si la podimos hazer, así por estar como está en cabo e frontera de reyno, como a causa del juramento que a la dicha villa teníamos hecho de no la enagenar de la nuestra Corona Real, mando que se mire mucho si la dicha merçed ovo  lugar de se fazer, e si Nos la podimos hacer, e si se nos pudo relaxar el dicho juramento…”. Quizá lo consiguiera a los ojos de Dios; más, ¡ay!, con frecuencia es mucho más difícil enderezar ls cosas de este mundo.

En 1625, flotando todavía en el ambiente ésta y otras desavenencias, el alcaide Caballón proclama los derechos de su Señor el Marqués a nombrar alcaldes y a cortar las maderas del Marquesado, escribiendo la primera historia conocida de Moya (Moya I, págs. 371/384, Fundación de Moya y su Antigüedad”), en un bello documento que disecciona Luis Mombiedro, y también está en la Real Chancillería de Granada. Es muy probable que haya llegado hasta nosotros, precisamente, porque lo escriben los vencedores...

Y en esto nace Teresa, La Marquesina, bálsamo de las heridas con su fiesta bajo el brazo. No obstante la constancia de graves diferencias entre el señor y su pueblo, en el “Octavario Festivo” llama la atención una evidencia muy significativa: casi todos los caballeros que toman parte en los juegos o están en primera línea de los actos, pertenecen a las mejores familias de Moya; los demás, o son criados suyos, o justadores especialmente invitados. Allí los Castilblanque, los Cantero, Chirino, Ribera, Caballón, Espinosa, Salazar, Peralta, Peinado, La  Torre, Barrasa, Fuertes, …, que olvidan sus pleitos y se aprestan gozosos a la fiesta. ¡Tanto galán!, ¡Tanta invención!. Es la plana mayor del ejército señorial de la Villa, nombres todos de frecuente aparición en multitud de documentos y en buena parte de los libros sacramentales de las parroquias de la Santísima Trinidad y de San Pedro, las iglesias por excelencia de la clase caballeril, que mantiene también con sus humildes súbditos moyanos, extraño sería, marcada relación de paternalismo, como atestiguan los variados censos, vínculos y fundaciones que dejan en testamento, aunque, eso sí, el grueso de sus donaciones las recibe o administra el cabildo eclesiástico d Moya, de una u otra forma. En 1643, el Dr. Pedro Garcés, médico de Villarrobledo y natural de Landete, funda una “Memoria formada de censos sobre tierras y casas de Moya..., y lo hizo para estudiantes pobres de su familia hasta graduarse en Salamanca o Alcalá de Henares de la Facultad que eligieran, y para dotar cada año dos doncellas huérfanas al contraer matrimonio”, según consta en uno de los libros parroquiales de la Trinidad. Por otra parte, tiene el Marqués instituida una dote anual de 15.000 Mrs para huérfanas pobres, y en el Archivo Municipal de Landete hay un legajo con acopio de solicitudes de mozas casaderas de Moya. En 1587, queda construido el convento franciscano de la Vega de Moya a expensas de Francisco y Ana, los padres del alcaide Caballón, gente muy piadosa y adicta a la casa señorial, cuya vocación franciscana comparten y ayudan a mantener.

También el marqués pisa la arena pública al competir codo con codo junto a sus súbditos en una carrera, no nos cabe duda, con la gracia y el donaire propios de su condición, ejecutando la suerte así como dice Pedro de Aguilar en su Tratado de la Caballería de la Gineta” (1572), pues “… Para que parezca mejor y se estime en más, el primor y policía que ha de mostrar el caballero en el correr de la carrera, ha de salir a corrella con todo el descuydo y dissimulación que pudiere, llevando el caballo siempre por ella, muy sossegado y seguro…”; una vez alcanzada la primera vuelta, “… sin hazer pausa ni detenimiento, sino con una dissimulada facilidad, se ha de adereçar, y poner la capa y la gorra, de forma que no se le puedan caer”; luego, “… se ha de affirmar moderadamente en los estribos, y tomar el cabo de las riendas con la mano derecha, volviendo el caballo lo más seguro que pueda sobre la mano yzquierda, porque sobre aquella mano se ha de volver siempre en la carrera… “. Era en efecto frecuente la participación de reyes y alta nobleza en espectáculos públicos de todo tipo, “no ya por el gusto de confundir ilusión y realidad, sino para atraer hacia la grandeza humana todas las posibilidades de admiración y captación con que podía jugar el arte”, según Maravall. Muy conocido es un episodio, cantado por poetas, cronistas y gacetilleros, en el que Felipe IV en persona  descerraja un toro de un arcabuzazo después de que la hispana fiera subiera sometido a un león, un tigre y un oso en el Retiro el año de 1631, hazaña que narran con lujo de detalles D. José Pellicer y otros, en el insoportable Anfiteatro de Felipe el Grande: “Viendo, pues, nuestro César imposible despejar el circo de aquel monstruo español, porque los que pudieran desjarretarle le hallaban defendido de los demás animales que le huían, pidió el arcabuz, enseñado en los bosques en semejantes empresas, y sin perder de la mesura real ni alterar la majestad del semblante con ademanes, le tomó con gala, y requiriendo el sombrero con despejo, hizo la puntería con tanta destreza y el golpe con acierto tanto, que si la atención más viva estuviera acechando sus movimientos no supiera discernir el amago de la ejecución y de la ejecución el efecto; pues encarar a la frente el cañón, disparar la bala y morir el toro, habiendo menester forzosamente tres tiempos, dejó de sobra los dos, gastando sólo un instante en tan heroico golpe”. De esta guisa las gastaba El Rey Pasmado.

En rigor, la misma elección de Moya para dar al mundo una heredera es un gesto claro de afirmación señorial. La Casa de Villena, tronco dominante de la familia, dispone hace tiempo de un lugar destinado al descanso y, quizá, al estudio. Es el palacio de Cadalso (actual provincia de Madrid), construido en 1534 según la moda italiana por Diego II y Luisa Bernarda I, los terceros Marqueses de Villena y Moya. Allí pasan los veranos y se reúnen periódicamente, aunque la corte marquesal por excelencia de los Pacheco es Escalona, donde nace toda la dinastía de los Villena excepto Diego Roque, nacido en Belmonte. Luisa Bernarda, madre de La Marquesina, morirá en Cadalso en 1638. Cuando en 1639 se rumorea con cierto fundamento que el marqués Don Diego va a ser designado Virrey, Don Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, IV y último Conde de Chinchón, tío de su difunta mujer y a la sazón Virrey del Perú, le remite un corto pero significativo comunicado: “Sobrino, no vengas. El mejor Virreinato: Escalona en invierno y Cadalso en verano”. Más le hubiera valido seguir el consejo, como pronto veremos.

El caso es, que Don Diego Roque no fue Marqués de Villena hasta 1633, por la muerte de su hermano mayor, y es natural que mientras tanto pasara el matrimonio largas temporadas en Moya, al cuidado de su estado más emblemático. De hecho, en 1632 les nace allí un vástago que, éste sí, llegará a heredar el título, aunque muere a los once años: José, Isidoro, Fausto, Francisco, Antonio, Luis, Buenaventura, Pascual, Gaspar, Ignacio, Teresa, María, Pacheco Cabrera. El final de la década de los treinta, y los cuarenta, es tiempo marcado por la crisis familiar más importante de los Pacheco/Cabrera, pero de este asunto esperamos ocuparnos con la debida extensión en otro momento.

Todo en el relato de Constante Félix constituye una exaltación del poder y magnanimidad de los señores, y no lo es menos la muchedumbre que abarrota las calles, plazas, balcones, tejados y murallas con motivo de cualquier celebración. No necesita inflar los datos el cronista. Era circunstancia frecuente la asistencia multitudinaria. De hecho, el gentío forma parte inevitable y consustancial de la fiesta. De nada sirve la ostentación si no es acompañada de la admiración y el general regocijo. Es más, constituye una de las formas, la más frecuente y genuina del Barroco, de comunión de las clases, de superación de las diferencias, de pacificación de los conflictos. No sería descabellado afirmar que la sociedad del Antiguo Régimen dirimió sus diferencias, que eran muchas y profundas, sumergiéndose en baños de multitudes. Dice Fernández de Navarrete en su “Conservación de Monarquías” (1626), que “… suelen asimismo los Reyes hacer grandes gastos en fiestas públicas, toros, cañas, torneos, justas, sortijas, máscaras y comedias, gastando en ellas, no liberal, sino pródigamente. No condeno estos regocijos públicos con que el pueblo se entretiene, desechando y olvidando la melancolía que le causa la pobreza…”. Refiere Barrionuevo en sus Avisos (febrero de 1658) cómo en medio de una larga serie de sucesos catastróficos para España, como los problemas de Italia, el intento de los ingleses de desembarcar en Ayamonte y una helada general de durísimas consecuencias, se espera el estreno de “… una comedia grande que se ha de hacer once días… y todo esto viene muy a propósito para las desdichas y calamidades presentes”, tierna concesión del cronista, que acostumbra manifestar su desacuerdo con los dispendios públicos superfluos.

Una de las expresiones más usadas en relaciones de la época para describir el grado de acatamiento de las masas es “embobecimiento”. Sin duda, pero más allá del abuso político de la fiesta, no cabe duda que también sirve a la risa colectiva, a la ilusión compartida por la sorpresa, al qué de hoy, al quién sabe de mañana, al asombro, el clamor, la emoción y sensación vivísima de pertenencia al grupo, que es universal antídoto de la soledad, sentimientos todos que imperan más allá de la clase y están en la base del ser humano como entidad social. Lo demás, sobre todo en el Barroco, son las tinieblas exteriores.

Esta idílica relación empieza a romperse en La Ilustración, y desaparece totalmente en el siglo XIX, cuando muy otros planteamientos sociales y políticos impedían a la clase dominante compartir con su pueblo las alegrías y consuelos de la existencia. El viejo régimen, gracias a su rigidez social, a sus estructuras de poder anquilosadas, podía permitirse unas transgresiones que hubieran devenido peligrosas, imposibles, en la era de las revoluciones. A pesar del conocido esquematismo de diagnóstico del ilustre hispanista Ludwig Pfandl, y cierta fijación psicoanalítica de la que hace gala con excesiva frecuencia, merece la pena citar la dura instantánea que nos muestra en su Historia de la Literatura Nacional Española en la Edad de Oro” (1933), para evocar el panorama que ofrecía la España de entonces a los ojos de un extranjero: “Inconcebible oposición entre riqueza y miseria, rígida etiqueta y escandaloso desenfreno, majestuosa severidad y galantería obscena. Diversiones populares crueles y sangrientas junto a manifestaciones de la cultura literaria más refinada. Estatuas de la Virgen cubiertas de seda, terciopelo y piedras preciosas (auténticas o falsas), al lado de imágenes atormentadas de la Pasión del Salvador de impresionante realismo. Procesiones de disciplinantes y de penitentes por un lado, y descarada prostitución y licenciosa vida nocturna en los jardines públicos, por otro. La multitud andrajosa, la aristocracia en severos y lujosos trajes cortesanos, confundiéndose con apasionada unanimidad ante el escenario de la comedia y los carros de los autos sacramentales, en las corridas de toros o ante el tablado de los autos de fe. Estas representaciones públicas presentan igualmente contrastes violentos, ofensivos, incomprensibles. Lujo y miseria, devoción y galantería, libertinaje en la práctica de las costumbres y severos preceptos morales en la teoría, ferviente consagración a la devoción por un lado y moral relajada por el otro. Hidalgos orgullosos y pícaros pordioseros, monjas y cortesanas, soldados fanfarrones y sacerdotes fanáticos…”. Esta opinión, que responde a la verdad en términos generales, carece de la ternura que, estamos seguros, hubiera inspirado a un observador más atento y comprometido con la realidad del momento. Un español de entonces, abrumado por el contenido, tono y dureza del discurso, respondería que sí, que era eso y muchas cosas más. Y no podría ser de otro  modo, pues esta complicada máquina, aun afectada por nómina de holguras y desajustes, increíblemente, funcionó muy bien hábilmente engrasada por la gracia, el donaire, la hermosura, las públicas pasiones y una irreflexiva y sincera esperanza en el más allá, junto con el goce continuo que proporcionaba la más avasalladora ceremonia de los sentidos, envidia universal de pueblos y Cortes allende las fronteras. En la introducción a su memorable También se divierte el pueblo (1954), D. José Deleito y Peñuela sentencia: “Pocas veces en la trágica historia española, estuvo nuestro pueblo más alegre y pletórico de diversiones, espectáculos y fiestas, que en los cuarenta y cuatro años del siglo XVII (1621 a 1665) en que rigió a España la frívola, regocijada, abúlica y sacra majestad de Felipe IV, soberano de dos mundos”.

Pero esta visión locuaz de la existencia no excluía en absoluto una clara actitud de huida hacia el pasado. Se ha dicho muchas veces que el Barroco es, en esencia, un intento sistemático, deformante, de regreso a los valores y la estética del Renacimiento. Todos parecen estar de acuerdo en ello. Así, según Orozco, el verdadero protagonista del drama del Barroco es el tiempo. El pasado y el futuro hurtan la escena en la alienante representación del presente, y las fiestas, plenas de simbolismo caballeresco,  constituyen un claro exponente; pero también las artes en general, el pensamiento, la política, etc. Abundan los ejemplos y los géneros alusivos al ocaso, la mudanza y fugacidad de los tiempos. Conocidos son los poemas crepusculares y de ruinas, que ilustran perfectamente cuanto decimos. Hay un magnífico trabajo de Foulché Delbosch (Revue Hispanique, 1904) en el que se recogen bastantes ejemplos de sonetos centrados en el tema, algunos anónimos, y otros de Gutierre de Cetina, los Argensola, Francisco de Rioja, Juan de Arguijo, Fernando de Herrera, Lope de Vega, etc., entre los que figura, por supuesto, nuestro Francisco Pinel y Monroy, cuyo buen poema Estas piedras que miras esparcidas reproduce, como hicimos nosotros con el corazón en un puño en la contraportada de Moya I.No falta, naturalmente, el clásico de Rodrigo Caro:

 

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora

Campos de soledad, mustio collado,

Fueron un tiempo Itálica famosa…

 

Pues bien: hay que decir que todos ellos son el reflejo, a veces especular, del soneto renacentista Superbi Colli”, publicado en Venecia en 1547 entre otros d‘incerti autori. No ocultamos nuestro deseo de hablar un poco más de estas bellas cosas, pero, como diría el jocoso Baltasar de Alcázar, ¡quédese para mañana!.

Todo hace suponer que el padre de La Marquesina, Don Diego Roque, se caracterizaba por su forzada magnificencia y necesidad de boato (véase Moya I, págs. 219/224, y  268/271), que podría ser considerado excesivo incluso para un magnate de la época. De hecho, esta molesta circunstancia le conduce a protagonizar una de las situaciones más comprometidas y a la vez más lamentables de la historia del Virreinato de Nueva España, al que accede (esta vez sí) con todos los honores en 1640, haciendo gala de escasas dotes de gobernante en su corto mandato. Pésimo administrador, en junio de 1642 es privado de toda responsabilidad y confinado en un convento hasta su regreso a España, a finales de año. Para evitar cualquier tumulto de sus partidarios, fue sorprendido muy de noche en la cama, marchando a su retiro sin oponer ninguna resistencia con la escasa compañía de un joven paje. No hay que descartar en todo ello la oportunidad de sus enemigos en la metrópoli, en primer lugar el Condeduque de Olivares, oscuro segundón y enemigo declarado de la nobleza de abolengo, a la que pertenece el Villena, que exhibe en todo momento, entre otros títulos, cercano parentesco con el mismísimo rey de España y con el rey de Portugal. Su destitución fulminante y demás consecuencias derivadas del caso producen en el VII Marqués de Moya la reacción que cabe esperar de una figura decadente del Antiguo Régimen: escribe de la mano de un criado agradecido –parece tenerlos de pluma fácil- un descabellado papel que circula con el peregrino título de Grandezas de la Insigne Casa de los Pachecos”, en el que, pleno de soberbia nobiliaria, hace recuento de las grandezas y posesiones de la familia en abierta oposición a la pequeñez de sus enemigos (la persona encargada de arrebatarle el mando es el obispo Juan Palafox; insigne eclesiástico, importante escritor sagrado, magnífico virrey, pero hijo natural del marqués de Ariza). Da cuenta en el panfleto, entre otras menudencias, de 56.000 vasallos, 145.000 ducados de renta, y de la obligación que tiene el rey de adelantarse seis pasos a recibirle que “la primera vez se le besa la mano”, así como su derecho a no descubrirse en la misma forma que todos los demás en presencia del monarca, etc., etc., privilegios todos de la Grandeza.

No desdeñamos la idea de llevar al cine las desventuras de un personaje tan rococó. Entraríamos en pantalla con la fiesta de La Marquesina, y llenaríamos el aire con la Música para los Reales Fuegos Artificiales”, de Haëndel; luego, en uso y abuso del corazón del asombrado espectador, daríamos rienda suelta a su Música Acuática y desplegaríamos la Flota de Indias zarpando del puerto de Algeciras rumbo a Veracruz con el Marqués/Duque a bordo, en desigual batalla contra los elementos, dispuesto a la toma pacífica y festiva de Mexico, en fastuoso viaje del que tenemos noticia gracias a su criado y cronista Gutiérrez de Medina (véase Moya I, págs. 219 y ss.). Sería, además, magnífica excusa para recrearse en el análisis de la decadencia del Antiguo Régimen y de las flagrantes contradicciones que llevaron a España a la pérdida vergonzante de sus colonias, no obstante la existencia de buen número de magníficos y esforzados administradores cuya nómina queda oculta entre muchos certificados de mala conducta. Aun teniendo en cuenta la constancia de uno o dos logros el Villena en su corto período virreinal (por ejemplo, pone a son de mar la Armada e Barlovento, asunto del que hablaremos en otra ocasión más propicia para la aventura, el corso, tierras lejanas y playas inmensas de arenas blancas), contrasta fuertemente su desgobierno con la buena labor llevada a cabo en el Virreinato del Perú por el Conde de Chinchón, su tío,  de quien tenemos extensa y detallada referencia en un espléndido documento de la Biblioteca de Palacio que da cuenta de su carácter austero, su preocupación por la buena administración y mejora de las condiciones del indio, y encomiable política de estado. Para colmo de diferencias, el Chinchón era, además, enemigo de corifeos y muy contrario a festejos y solemnidades, pues “No consintió aduladores, porque conozió que este género es peor que las Sierpes, y que otro ningún animal, que hazen más mal que el que pretenden…; … con lo que siempre repugnó fiestas públicas …, que son gastos y desgracias, mandando y aún aconsejando no se gastase en lo profano y superfluo, sino en lo honesto y lícito”. No obstante, son famosas las fiestas  que hizo celebrar en Lima por el nacimiento del Príncipe Baltasar Carlos a finales de 1630 y principios del 31, de las que hay constancia gracias al espléndido relato en verso de Rodrigo Carvajal y Robles, Fiestas de Lima por el nacimiento del Príncipe Baltasar Carlos”, de 1632, en el que ciertamente se dan los mismos elementos que en las fiestas por La Marquesina, aunque resultan comparativamente sobredimensionadas: 15 corridas de toros (en una de ellas se lidian 35 astados), 5 comedias, 3 juegos de cañas, etc., muchos fuegos de artificio, reparto de dulces y otros entretenimientos. Se describen con brillantez en el relato de Carvajal diferentes juegos y competiciones deportivas, como las cañas, especie de torneo rigurosamente reglamentado que también constituye uno de los mejores atractivos de la fiesta de La Marquesina. Tenemos bastante información de este magnífico deporte marcial, de origen árabe, en tratados de equitación y caballería: el citado Aguilar, o Dávila y Heredia (1674), Morla (1738), Fernández de Andrada (1599), etc., aunque es Tapia Salzedo, su Exercicios de la Gineta” (1643) la mejor guía y descripción de todo cuanto se refiere a las artes ecuestres. Allí, luego de describir con precisión las reglas del torneo, aclara que “házese esta fiesta con muy ricos jaezes, pretales de cascabeles y demás adereços costosos, si bien han dexado las barbas turcas… Ponen en las lanças muchos volantes de tocas y invenciones, y en la adarga varias empresas. Es fiesta que puede llamarse Real propriamente. Y quando su Magestad entra en ella, todo tiempo que está en ella, está en pie la Reyna nuestra Señora, damas, Consejos, y demás personas de quenta”. Recomendamos el goce de éste y otros ejercicios en las Guerras Civiles de Granada (1597), de Pérez de Hita, copiosa fuente de inspiración de los románticos, no obstante la abundancia de relatos descriptivos en otras, como algunos romances moriscos muy hermosos; y una forma directa de vivir el ambiente es la lectura del apasionante También se divierte el pueblo (recuerdos de hace tres siglos)”, de 1954, de la pluma de Deleito y Peñuela. Hay que decir que estas competiciones cayeron en desuso a lo largo del siglo XVI para ser nuevamente realzadas en el XVII.

Iba el juego de cañas normalmente precedido de la lidia, que solía ser fiesta de rejones (también de espada, lanza, media luna y horquilla), aunque con frecuencia, si el héroe resultaba desmontado por la bestia, tomaba la espada y gallardamente mataba pie a tierra. Tanto de unos como otros se hacían versiones a lo burlesco, a cargo, generalmente, de criados, esclavos o populacho: eran las mojigangas, palabra generalmente usada para nombrar éstas y otras diversiones populares. No es preciso aclarar que el pueblo disfrutaba de lo lindo con los malos lidiadores, y aún los prefería, gritando desaforadamente ¡San Jorge! ¡San Jorge!, cuando alguno de ellos recibía maltrato en el ruedo, quedando maltrecho. Por otra parte, las exhibiciones ecuestres en general, constituían para el estamento noble un buen motivo de lucimiento ante las damas: uno de los muchos que podían ser ejercitados en público en un siglo de apasionada ostentación y goces visuales.

Aunque fue demostrada la inocencia del Duque de Escalona, y rehabilitado en sus cargos a la caída del Condeduque de Olivares en 1643, la espera del juicio de residencia, el temporal alejamiento de los círculos del poder y otras desgracias como la muerte de su esposa y la de José Isidoro, su hijo y heredero, produjeron el derrumbe moral y material del Marqués y de su Casa, que ya no volverá a brillar con honores de estado hasta la siguiente generación en la persona de su segundo hijo, Don Juan Manuel Fernández Pacheco, heredero universal de los estados de Villena, Escalona, Belmonte, Moya, Xiquena y San Esteban de Gormaz; Grande de España por los cuatro costados, Virrey de Nápoles, fundador de la Real Academia Española en 1714 e hipotético hermanastro de nuestra deliciosa Marquesina, pues, necesitando un heredero, contrae Don Diego Roque segundas nupcias con Doña Juana de Zúñiga y Mendoza, hija de los Duques de Béjar, en 1644. Muerto en 1652, quedó Juan Manuel, que sólo tenía dos años, en custodia de su tío, el Obispo de Cuenca D. Juan Francisco Pacheco, interesantísimo personaje del que sólo vamos a referir, por ahora, que confió la educación y crianza del joven marqués a D. Gonzalo Navarro Castellanos, enigmático sujeto del que sí vamos a dar unas pinceladas: humanista, buen latinista y reconocido educador, había tenido a su cargo al infante D. Juan José de Austria, el más influyente y famoso de los innumerables hijos bastardos de Felipe IV (dícese que llegó a tener 32). Amigo de Quevedo, le asiste en el lecho de muerte y tercia en una de las más duras polémicas de la España de todos los tiempos al escribir unos “Discursos Políticos y Morales contra los que defienden el uso de las Comedias Modernas” (1684), obra póstuma en la que, naturalmente, se muestra partidario de la supresión de las representaciones teatrales con lujo de argumentos. Quien desee conocer los problemas de la escena española con el sistema, no tiene más que hojear la impresionante “Bibliografía de las controversias sobre la licitud del Teatro en España” (1904), de Don Emilio Cotarelo y Mori, inmenso alegato contra la censura, no obstante las ideas moderadas del autor, dulcemente comprensivo de políticas ultramontanas. Pero no vamos a liar la madeja con este asunto. Sí recordar que el teatro fue prohibido en varias ocasiones, y casi siempre consentido con reparos. Nada más contrario a la voluntad popular, ya que sólo a la fiesta de toros podría comparársele por el grado de aceptación y las pasiones encontradas que suscita. Excede los planteamientos de este trabajo el estudio de la figura de D. Gonzalo, aunque ya podemos decir que su labor al frente de la Casa resultará crucial para los intereses de la dinastía. Es, por ejemplo, directo responsable de la más potente declaración de derechos de los Pacheco/Cabrera sobre el Marquesado de Moya, al dirigir a Pinel y Monroy, cronista oficioso de la Casa de Moya, en su cometido de notario histórico. Por otra parte, no es Don Francisco Pinel, ya lo sabemos, el único panegirista de los Cabrera. Obra en nuestro poder copia de la más hermosa historia conocida de los primeros Marqueses de Moya, muy anterior a Retrato del Buen Vassallo, que constituye uno de los más bellos y extensos poemas de la lengua castellana: ¡10.600! versos gongorinos con metros de este tenor:

 

Calló, y venciste Andrés, Andrés venciste:

Y por gozar feliz altos despojos;

La soberana mano del Rey pediste,

Doblando hasta la tierra los hinojos

Ufano a despachar de allí te fuiste

(alma ofreciendo a Leda en frente, y ojos)

a quien, para tan ardua diligencia,

fuesse de ley subida y confidencia...

 

Al menos tres representaciones dramáticas causan furor entre los moyanos en las fiestas de La Marquesina: un auto sacramental con su loa, y dos comedias recompensadas con asistencia multitudinaria. Se emplean “costosas tramoyas, grandes galas y músicas”, además de traer para la ocasión las más diestras representantes y hábiles bailarinas que pudieron encontrarse. No se dice si los señores participaron en la trama, lo que sabemos era frecuente, y da idea de la enorme importancia social que tenía el teatro. Las representaciones de Moya se hacen en palacio…[xi]

Discutíase por entonces el importante asunto de las compañías de comedia en sus más variados aspectos. Quier las defendía, quier las censuraba en los términos más arrebatados; si debían ser ambulantes, o estables; si profesionales, o no. Tal parece que Moya hizo uso de ambas clases. En las fiestas de la subida de 1730, según D. Gerardo González García, unos vecinos de Landete vendrán a representar una comedia en tres actos. Corresponde a Landete la herencia de una larga tradición de representaciones teatrales, que en nuestros días hace suya el Grupo de Teatro Galán, cuyos actores, jóvenes y apasionados, parecen haberla recibido con los brazos abiertos: nuestro más sincero agradecimiento, y la esperanza de sueños y fantasías que estamos seguros van a seguir proporcionándonos.

 

 

                                            Régulo y Pilar

 



[i] Trabajo aparecido en EL DÍA, de Cuenca, en agosto de 1998.

[ii] Facilitamos aparte el resumen del Duque de Alba, bajo el epígrafe “Octavario festivo por la Marquesina”. No obstante, disponemos de una copia del documento de archivo original, que en su momento esperamos publicar, gracias a la gentileza de D. José Calderón Ortega, archivero de la Casa de Alba

[iii] Téngase en cuenta que el presente prólogo se escribió para un trabajo en dos capítulos que versaban en mayor o menor medida sobre los temas aquí enumerados.

[iv] Hemos hablado de Teresa y del Octavario Festivo en nuestro libro “Moya. Estudios y Documentos I”, VV.AA., Cuenca/Diputación, 1996; págs. 268/271.

[v] 12 expedientes, entre 1549 y 1740, en el Archivo Diocesano de Cuenca.

[vi] Evidente descripción de un parhelio, fenómeno óptico propio de los días claros y muy fríos.

[vii] Recomendamos el espléndido “Literatura conventual femenina: Sor Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega. Obra completa”. Barcelona, 1988. Ed. y estudio de Electa Arenal y Georgina Sabat-Rivers.

[viii] Por ejemplo, Don Juan Pitarque.

[ix] IV Década, Libro 33, cap. IV. Tomo II de la edición de J. López de Toro.

[x] El Septenario de Moya, que apareció en el mismo medio, a partir del día 14 de agosto.

[xi] En este punto, afirmábamos entonces (1998) que debía existir un segundo palacio marquesal en la plaza cuadrada. Hoy sabemos que no hay tal, por el estudio del documento original. No procede entrar ahora en detalles. Baste decir que determinadas expresiones, como pasadizo, no tenían entonces el mismo significado que le otorgamos ahora.

 

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